—Ahh… Ahhg…

El eco de mis jadeos retumbó en el cuarto sumido en la penumbra. Tan solo unos neones rojos escondidos tras la cabecera de la cama arrojaban algo de luz, pero no era suficiente como para iluminar la escena. Aun así, el brillo de las gotas de sudor era evidente, sobre todo cuando estas resbalaban por mi piel para aterrizar sobre las sábanas de satén rojo.

—¡Aghh…! —Alcé la cabeza de la almohada, bajé la mirada y encontré una melena broncínea que ocultaba parcialmente un hermoso rostro hundido entre mis piernas. Sus labios encerraban mi excitación y su lengua se movía a un ritmo constante, placentero, estimulante. Me mordí el labio inferior y cerré los ojos, degustando cada escalofrío que me recorría la espalda—. Mmmhh… —Se me movieron las caderas de forma involuntaria, presas del deseo de profundizar aún más en su garganta. Un suave empujón. Tan solo uno…

¡ZAS!

—¡Ah! —gemí cuando el azote de la fusta mordió mi piel justo bajo el ombligo. El impacto hizo que diera un respingo y que tintinearan las cadenas que me sujetaban las manos a la argolla de la pared. Sus labios se alejaron de mi miembro, dejándolo frío y abandonado. Sus ojos verdes se clavaron en mí como dagas, excitándome todavía más.

—¿Te he dado permiso para moverte? —Su voz vibró con un eco grave y contundente.

—… Ah… No —mascullé con los ojos cerrados para no mirarlo a la cara. Escuché cómo sus dedos apretaban el mango de la fusta hasta hacer crujir el cuero. Me apresuré a añadir—: No, dómine…

El tacto de la fusta regresó de una manera más dulce, trazando líneas invisibles sobre la piel de mi pecho. Me acarició la aureola del pezón izquierdo y me mordí el labio de nuevo para reprimir un gemido que murió en mi garganta.

—¿Te crees con derecho a follarme la boca a tu antojo solo porque te apetezca correrte? —me preguntó de nuevo. Y su cierre de interrogante vino seguido de un nuevo fustazo directo al pezón.

—¡Ahh! —grité sin querer, mientras el dolor punzante se extendía por todo mi pecho.

—Contéstame. —La fusta volvió a acariciarme el pecho con suavidad. Tuve la tentación de abrir los ojos para mirarlo, pero la reprimí con todas mis fuerzas—. ¿Crees que estás en posición de buscar tu placer sin mi consentimiento?

—No, dómine.

—Entonces no lo hagas. —Otro fustazo inmisericorde surgió de la nada y me golpeó en el pezón derecho, repitiendo la misma sensación punzante en mi piel que me arrancó otro quejido involuntario. Las cadenas volvieron a tintinear—. Cuanto más protestes, más daño te haré. —La fusta volvió a recorrerme con delicadeza, como el dedo de un amante cariñoso, las zonas donde me había golpeado, extendiendo el hormigueo que siempre dejaba el dolor antes de desaparecer. 

Noté que me temblaban hasta las piernas. Me mordí el labio inferior con más fuerza. El último golpe me dio de nuevo en el ya dolorido pezón izquierdo, pero logré no proferir sonido alguno. Solo mi respiración se aceleró para soportar el dolor.

—Buen chico.

Entreabrí los ojos solo para ver cómo él dejaba la fusta a un lado, sobre la cama, sin querer librarse de ella todavía. A pesar de no poder ver con claridad, distinguí su musculosa figura desnuda abalanzándose sobre mi entrepierna. Sus labios y su lengua volvieron a recorrerme con ferocidad, dándome un placer intenso y salvaje al mismo tiempo.

—¡A-aagh! —gemí, echando la cabeza hacia atrás y perdiendo la mirada en el techo. Tensé los brazos, tiré de las cadenas, arqueé la espalda. Su boca subía y bajaba a gran velocidad, recorriendo mi miembro necesitado de atención. Cada vez que bajaba notaba cómo abría su garganta para metérselo entero, de forma que su nariz rozaba una y otra vez mi vello púbico al descender.

Lo escuché respirar por la nariz, resollando al ritmo de los movimientos de su cabeza. «Oh, Dios… ¡Dios!», gritaba en mi mente. Mi propia respiración también comenzó a acelerarse, desbocada al compás de mi corazón. Otro tintineo de cadenas. Otro escalofrío. Pero aquella vez sujeté el movimiento de mis caderas. No deseaba interrumpir aquello con otro castigo, no estando tan cerca. Estaba tan intensamente cerca que comencé a perder la noción del tiempo y del espacio. El final se aproximaba de manera inevitable, guiado sin remedio por la boca de mi dómine. Iba a llegar en cualquier momento. «Voy a… voy a…». Pero no llegó.

Aquellos expertos labios volvieron a abandonarme de nuevo, dejándome desamparado al borde del éxtasis. Un gemido agónico vibró en mi garganta.

—No te corras aún —me ordenó. Hice el amago de juntar las piernas para sujetar mi erección, pero me agarró los muslos con las manos para impedirlo—. No hagas trampa. Contrólate.

 Apreté los dientes y los párpados tratando a toda costa de retener mi orgasmo. Lo notaba palpitando, deseando salir. Pero también sentía aquella mirada verde que me presionaba y se deleitaba con mi sufrimiento. Mi dómine estaba esperando a que no lo consiguiera, que me corriera en aquel instante para tener otra excusa para castigarme. Me mordí el carrillo por dentro, sintiendo a la vez rabia y excitación.

Me tembló el cuerpo. En mi garganta los quejidos morían sin que yo quisiera expresarlos para que mi voluntad no cediese al deseo. Él no me tocó durante unos largos e interminables segundos en los que yo solo podía concentrarme en que mi placer no culminase, por mucho que lo deseara. El esfuerzo me hizo rechinar las muelas y mis nudillos se volvieron blancos de tanto apretar los puños.

—Soren —susurró mi nombre. 

Me había concentrado tanto en su orden que ni siquiera me había percatado de que se había colocado sobre mí, apoyándose en las rodillas y en las manos con los brazos extendidos. Sus labios me rozaron la oreja al hablar; pronunciaba cada palabra con ternura, sonando como una persona completamente diferente. Aquella que me trataría bien, que acabaría con mi sufrimiento, que me daría lo que anhelaba…

—Lo has hecho muy bien. —Se me aceleró aún más el corazón. Entreabrí los ojos, vidriosos y algo desenfocados. Inspiré hondo y su aroma me inundó la nariz como una droga—. Pídemelo.

—Dómine… —jadeé, casi sin voz y con la garganta seca—. Déjame… terminar…

—Más… —Seguía susurrando. Su cuerpo empezó a acercarse más al mío, tanto que noté que mi entrepierna excitada rozaba la suya, dura como una piedra, ardiente como el fuego.

—Quiero correrme, dómine… —Mi conciencia colgaba de un hilo de voz.

—Suplícalo más. —Una de sus manos abandonó el colchón y acarició mi agitado vientre con calidez, descendiendo sinuosamente hacia mi ingle.

—Por favor… —Hablé entre dientes, casi llorando, incapaz de soportarlo más—. Dómine… deja que me… ¡A-ahg! —Su mano por fin cerró los dedos, largos y fuertes, alrededor de mi miembro. Comenzó a moverse con suavidad. Arriba, abajo, arriba, abajo. Temblé como una hoja sacudida por el viento y cerré los ojos de nuevo. ¿Por qué tenía que hacerlo tan despacio?

—¿Que te deje qué? —preguntó, sibilino.

—¡Deja que me corra! ¡Por… favor! —gimoteé, desesperado. Lágrimas de placentera agonía surcaron mis mejillas. Mas la orden seguía sin llegar. Y yo había llegado a mi límite—. ¡No puedo…! ¡No aguanto más…!

Me sacudí como si me hubieran pegado un calambrazo. Una vez, dos, tres. El orgasmo hizo que se me crispara la espalda. Entreabrí los labios, emití un gemido entrecortado y extendí las piernas. Mi placer manchó sus dedos y se escurrió sobre mi abdomen, agitado por mi respiración, como magma hirviendo. 

Hubo unos segundos de quietud, silenciosos, en los que me sumergí inconscientemente en la placentera nube del clímax. Me hundí en el satén del colchón como si éste fuera a tragarme arrastrándome al fondo. Mi cuerpo se relajó muy despacio y eliminó hasta el último centímetro de tensión. Casi perdí la conciencia por un momento. Pero una gélida orden me arrancó de aquel suave y relajado abrazo, y volvió a traerme de forma brusca a la realidad:

—Gírate. —Su voz había perdido el tinte cariñoso y compasivo. Volvía a ser grave y despiadado, como su mirada decepcionada. Aquello casi me dolió más que lo estaba por llegar.

—No… No, dómine, por favor… —supliqué. Pero en sus ojos vi que era demasiado tarde para eso. Ya estaba de pie y agarraba la fusta con la mano aún manchada con los restos de mi orgasmo.

—No me hagas repetírtelo. —Frunció el ceño y agachó la cabeza. Las sombras de la habitación oscurecieron su expresión, volviendo su amenaza aún más atemorizante.

Entre quejidos sordos, obedecí. Mi cuerpo pesaba como el plomo, pero logré darme la vuelta con torpeza sobre la cama. Se me cruzaron los brazos encadenados sobre la cabeza y quedé de rodillas, a merced de su crueldad. No pude verle la cara, pero no me hizo falta. 

La fusta me tocó la espalda. Temblé.

—¿Te he ordenado que te corras?

—No, dómine —me lamenté—. Lo siento, por favor…

—Cállate.

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!

Mis nalgas sufrieron la furia de su orden, que me arrancó un sollozo ahogado. El picor se extendió como el veneno de una picadura, dejando paso a un escozor lacerante. Aquellos no eran toques de advertencia, como los anteriores. Aquellos eran golpes deliberadamente dolorosos.

—¿Por qué me has desobedecido?

—No quería hacerlo, dómine.

—Pero lo has hecho de todas formas.

—Sí, dómine. —Asentí, avergonzado.

—Te mereces un castigo por ello, lo sabes, ¿verdad? —Volví a percibir esa nota decepcionada en su voz, como si realmente no deseara tener que hacerlo. Lo cual no significaba que no fuera cumplir con su promesa.

—Sí… Sí, dómine —Se me volvieron a escapar las lágrimas. 

No estaba llorando por lo que me esperaba, sino porque me sentía un fracaso. Había estado muy cerca de conseguirlo, pero no había sido capaz. Le había fallado a mi dómine, y por ello ahora él tenía que castigarme.

La fusta golpeó mi carne quince veces en las nalgas, los muslos, los testículos y en las plantas de los pies. Me hizo contar en voz alta cada golpe mientras las lágrimas caían por mi rostro. Cada azote me dolió más que el anterior. Sin embargo, yo no lloraba por eso. Lloraba porque con cada golpe podía sentir la frustración de mi dómine, podía percibir su decepción. Y eso me destrozaba por dentro mucho más de lo que era capaz de hacer la fusta.

Cuando terminó, pasó su mano áspera sobre las marcas rojas que habían quedado en mi piel, como si intentara de algún modo aliviar mi escozor. Luego cogió la botella de agua que había sobre la mesita junto a la cama. Con sumo cuidado me cogió por la nuca y me inclinó la cabeza hacia atrás para darme de beber un trago. Parte del agua goteó por mi barbilla.

—¿Qué tienes que decir? —preguntó, limpiándome el sudor de la frente con la mano. 

Jadeante, con la voz ronca, respondí:

—Gracias, dómine.