El público me provocaba sentimientos contradictorios. Me daba miedo, respeto y vergüenza; casi en la misma medida en la que me despertaba morbo y excitación. No necesité mirar por la barandilla para adivinar que la sala debía estar repleta de gente. Antes de subir a cambiarme babía visto el escenario montado y las sillas dispuestas en filas para que todos los participantes al evento tuvieran una buena vista. Al menos cien personas estarían allí, mirándome mientras me esforzaba por complacer a mi dómine durante nuestra última noche juntos.

Me atreví a levantar la mirada del suelo para ver de reojo a Leo. Yo estaba de rodillas sobre un cojín en el suelo, con las manos apoyadas bocarriba sobre los muslos, desnudo a excepción del un collar de cuero rojo alrededor del cuello y una correa en forma de cadena colgando de una argolla de metal unida a éste. Leo estaba sentado en uno de los sofás, vestido con una elegante camisa negra a juego con unos pantalones de tela de los que colgaba una cadenilla plateada. Llevaba puesta una corbata de seda roja, a juego con mi collar, y en su regazo reposaba una larga fusta de cuero. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y la mirada más ausente que de costumbre.

Llevaba varios días así, desde la última visita de Val. No me había contado qué había pasado, y yo no podía pedirle a mi dómine que compartiera sus secretos conmigo. Pero a ratos se quedaba totalmente callado, absorto en sus pensamientos, sin prestarme la más mínima atención. Eso me irritaba, y más teniendo en cuenta que nuestro tiempo juntos en el In Chains se agotaba.

Emití un quedo carraspeo y me recoloqué sobre el cojín, haciendo tintinear la cadena de mi correa, en un intento sutil de llamar su atención. Dio resultado: mi dómine me miró con sus arrebatadores ojos verdes, los cuales solo pude ver de refilón a través de mis pestañas, pues yo seguí manteniendo la mirada fija en el suelo.

—¿Estás nervioso?—me preguntó. Noté cómo su voz, dirigiéndose a mi , calmaba mi leve sensación de frustración.

—Sí, dómine—asentí.

Se levantó del sofá. Se aproximó a mi, y sentí una palpitación en mi pecho. Se puso en cuclillas a mi lado y rozó mi mejilla con el dorso de su mano. Reprimí un estremecimiento y las ganas de inclinar mi cabeza bajo su contacto. Se movió, colocándose detrás de mi. Y empezó a peinarme el pelo suavemente con los dedos, recogiéndolo hacia atrás hasta hacer una cola de caballo a la altura de mi nuca. No necesitó siquiera una goma del pelo para atarlo.

—Lo harás bien Soren—. Me susurró al oído, justo cuando la música comenzó a sonar. Me estremecí al sentir su cálido aliento contra mi oreja—. Estoy orgulloso de ti.

—Gracias, dómine—. Asentí. Sabía que no debía hablar si no me preguntaba. Pero aquella sería la última vez que podría decirle algo en la intimidad.

Él me cogió suavemente la barbilla con los dedos, alzando ligeramente mi cara. Cerré los ojos.

—Mírame—. Los abrí. Él volvió a acariciarme el rostro con los dedos, clavando su mirada verde en mi. Volví a sentir el deseo de estremecerme bajo su mirada—. No te imaginas cuánto voy a echar de menos tus ojos, Soren.

Sonreí, sin poder evitarlo. Mi dómine siempre había alabado el intenso azul de mis ojos, tanto como yo había llegado a desear los suyos. solo en esos pequeños momentos de su capricho podía disfrutar de la forma de sus facciones y de la intensidad de su mirada. Una pequeña recompensa personal que siempre había logrado excitarme desde lo más hondo: el rostro de mi dómine, los ojos de mi dómine, las palabras de mi dómine.

Él se inclinó sobre mi y me dio un beso lento y profundo. Los tuve para mi: los labios de mi dómine. Volví a estremecerme y se me escapó un suave gemido. Una parte de mi quiso echarse a llorar en ese instante, sabiendo que no volvería a probar esos labios en un largo tiempo.

—Vamos—. Ordenó, rompiendo el contacto. Emití un quejido casi inaudible, pero no se me ocurrió replicar.

Mi dómine cogió la correa y empezó a andar despacio hacia la escalera. Le seguí, gateando. Bajar los estrechos escalones a cuatro patas nunca había sido una tarea sencilla. Pero tras meses de práctica, había aprendido cómo subir y bajar sin parecer, como solía decir mi dómine, un mono salvaje. El truco estaba en descender primero los pies dos o tres escalones, y luego continuar con el resto del cuerpo, antes de apoyar las manos. De esta forma cada bajada parecía un paso de baile y no un precario intento de no caer rodando escaleras abajo. Por suerte, estuve tan concentrado en el descenso que no me paré a comprobar si la gente nos estaba mirando o no.

Llegamos al piso. Él siguió andando y yo gateando. Por fin empezaron a llegarme los primeros susurros y comentarios a pesar de la música. “Es muy guapo”. “Me gusta cómo se mueve”. “Tiene las caderas muy estrechas”. “Qué obediente”. “Tiene una piel perfecta”. Todos y cada uno de ellos me llenaban de un secreto orgullo. Los halagos hacia mi como esclavo eran halagos también para mi dómine.

Llegamos al escenario. Subimos las escaleras, situadas en el centro del mismo, justo ante el pequeño pasillo formado entre las filas de sillas. Ya sobre la tarima mi dómine se detuvo. Yo me paré justo a su izquierda, de manera que mis rodillas quedaran detrás de la línea de su talón. Me senté sobre los talones, sin juntar las piernas completamente. Apoyé de nuevo las manos bocarriba sobre los muslos. Mi dómine me acarició fugazmente la cabeza y me desenganchó la cadena.

Se apartó unos pasos de mi, dejándome solo en el escenario, bajo la cegadora luz de los focos y ante las miradas de un público amorfo y sin rostro. El corazón me palpitaba tan rápido que seguramente se podía ver cómo mi respiración agitada me hacía subir y bajar los hombros levemente. Tragué saliva. Mantuve la mirada baja.

—En pie—. La orden de mi dómine sonó clara y contundente. Apoyé las manos en el suelo. Levanté una rodilla, luego la otra, y me erguí manteniendo la cabeza baja y las manos a la espalda—. Gírate—. Di una vuelta sobre mis pies, dejando que todo el mundo tuviera una visión total de todo mi cuerpo. Aunque no pudiera levantar la mirada percibí cientos de ojos sobre mi, evaluándome, juzgándome… Y me gustaba. Daba miedo, pero excitaba—. De rodillas.

Justo cuando volví a colocarme frente al público recibí la orden y me puse de rodillas. Cerré los ojos, intentando controlar mi respiración y mi pulso desbocado por la adrenalina. Le escuché caminar detrás de mi, con el poderoso eco de la música de fondo. Escuché el tintineo de cadenas, el roce de la tela contra el suelo, el suave quejido de los paneles de madera bajo los pasos de mi dómine moviéndose detrás de mi. Reprimí el deseo de morderme el labio inferior.

—En pie—. Volví a levantarme de nuevo. Su voz sonó detrás de mi oreja—. Brazos en cruz—. Los levanté despacio.

Sus manos acariciaron mi cuerpo. Sus dedos ascendieron por mis costados y acto seguido sus nudillos bajaron por mis costillas hasta la cintura. Todo el mundo estaba viendo cómo mi amo me tocaba. Me embriagó una sensación de superioridad difícil de describir con palabras. Cerré los ojos. Una de sus manos me cogió la barbilla desde atrás, pero aquella caricia solo estaba disimulando un toque de atención.

—No te muerdas el labio—. Esa orden fue susurrada. No me había dado cuenta de que lo había hecho. La culpa eliminó la sensación de supremacía.

De pronto algo me abrazó la cintura. Abrí los ojos y vi que mi dómine me había colocado un cinturón grueso justo bajo el dibujo de mi pelvis. Una falda hecha con vaporosas telas en rojo y negro tapó parcialmente mi desnudez. El peso de decenas de cadenillas colgando del cinturón me impactó suavemente contra los muslos y las caderas.

—Brazos abajo—. Obedecí. Mi dómine volvió a moverse detrás de mi y regresó a los pocos segundos para colocarme un collar hecho de cuentas rojas y negras con un medallón plateado que tenía grabado el símbolo del triskelion—. Cierra los ojos—. Bajé los párpados. Inspiré hondo. Y noté cómo algo rozaba mi rostro y se ajustaba con una cinta a la parte de atrás de mi cabeza. Era una máscara que ocultaba mi rostro por completo—. Ábrelos.

Al volver a enfocar la mirada a través de las ranuras de la máscara pude darme cuenta por primera vez de la cantidad de gente que me observaba. Llegó incluso a darme pánico durante unos segundos, pues todos esos ojos, algunos destapados, otros detrás de máscaras de cuero y látex; miradas de dominantes, miradas de sumisos; todas ellas estaban fijas en mi con expectación. Sin embargo, detrás de mi, estaba él. Mi dómine seguía hablándome, dándome el coraje que necesitaba para no ceder al miedo ni a la vergüenza.

—Sedúcelos como me seducirías a mi—me susurró con deseo. Tragé saliva de nuevo.

—Sí, dómine—. Asentí, con la voz amortiguada por la máscara.

Me dio una suave palmada en la nalga y se retiró varios pasos, colocándose en una esquina del escenario. Me quedé solo bajo los focos blancos. La música se atenuó y se hizo el silencio, roto por algún carraspeo o susurro ininteligible en la distancia. Me giré, dándole la espalda al público y me coloqué en posición. Había ensayado durante meses para ese momento. Sabía que aquel baile iba a ser mi prueba definitiva. La presión fue tan grande, el miedo a fallar un solo paso fue tan intenso, que congelé el aliento en mis pulmones durante demasiados segundos.

Me obligué a respirar hondo. Las cadenitas de la falda tintinearon y me di cuenta de que estaba temblando. “No, no, tranquilo…”, me dije. “Sedúcelos como le seducirías a él”. Repetí las palabras de mi dómine en la cabeza. Las luces se apagaron. La música empezó a sonar.

Cerré los ojos y me imaginé otro escenario. Otro lugar, lleno de sillas vacías con solo una ocupada, al final de la fila, por una figura de ojos verdes que me observaba en la distancia. Volví a respirar hondo de nuevo. Junté los talones, alcé los brazos y comencé a moverme sinuosamente.

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Mis manos se movieron como si no pertenecieran a mi cuerpo. Mis caderas acompañaron suavemente las notas sinuosas. Mi hombro dio un golpe seco cuando entró la percusión y volvió a fundirse en las ondas sinuosas de mi cuerpo. Meses atrás, cuando comencé mi entrenamiento con mi dómine, si alguien me hubiera dicho que acabaría bailando danza del vientre tribal delante de una sala llena de gente, me hubiera reído con incredulidad. Pero allí estaba, bailando, contorsionando suavemente mi cuerpo, mostrando cada uno de mis músculos en movimiento al compás de la música, con las ondas de las sedas translúcidas y las cadenas siguiendo los pasos grabados en mi memoria tras repetirlos una y otra, y otra, y otra vez.

Las luces de los focos cambiaron a un sutil tono azul. Dejaron de importarme las miradas. En mi mente solo estaba observándome él, con sus magnéticos ojos verdes parcialmente ocultos tras los largos mechones broncíneos que le llegaban hasta la barbilla. Cada paso que ejecutaba en la coreografía estaba destinado a él, buscando encender su sonrisa y prender su mirada con el deseo de la satisfacción al contemplarme. Deseaba terminar aquel baile y que él se me acercara, me tumbara sobre el suelo y me poseyera hasta hacerme perder el sentido. La mera idea logró acelerarme el corazón mucho más de lo que ya estaba a causa del baile.

Volví a la posición de inicio, terminando con el mismo paso que había iniciado la coreografía. Las luces se apagaron junto con la música. Los aplausos rompieron mi fantasía. Tras la máscara vi a gente levantándose para aplaudir.

Justo entonces unos dedos me quitaron la cinta de la cabeza y retiraron la máscara. Bajé la mirada de inmediato. Pero la misma mano se enredó en mi coleta y tiró de mi cabeza hacia atrás. Los labios de mi dómine me besaron. Yo hubiera querido que aquel beso fuera deseoso; pero en su lugar me supo agridulce. Incluso percibí un sutil sabor salado. Aquel beso no fue una recompensa sino una despedida. Mi dómine me estaba diciendo adiós.

Toda mi euforia desapareció de repente y sentí que un pozo me tragaba. aun así seguí obedeciendo cuando él me ordenó otra vez ponerme de rodillas para volver a engancharme la cadena. Lyss subió al escenario, vestida con unos altísimos tacones y un vestido corto de látex semitransparente. Dio un discurso al que fui incapaz de prestar atención, comido de repente por la tristeza y la incertidumbre.

De nuevo un aplauso me devolvió a la realidad. Pero cuando miré de reojo hacia Lyss me encontré con que ella ya se había bajado del escenario y, en su lugar, un hombre se encontraba saludando al público. Me impresionó mucho porque tenía todo el cuerpo visible totalmente tatuado como si fuera un esqueleto; incluso su cara tenía el diseño de una calavera. Llevaba una camisa de rejilla plateada y unos pantalones militares a juego con guantes y botas militares. No lo conocía, pero supe perfectamente quién era. Mi maestro me había hablado muchas veces de Dragan, el maestro del dolor, y muy pocas de manera positiva. Me estremecí, y no fue un sentimiento agradable.

Ambos dominantes se pusieron frente a frente, dejándome entre ambos. Pude notar la tensión crecer alrededor de nosotros tres, aunque evidentemente yo no pudiera hacer nada al respecto. Sabía perfectamente que mi dómine no quería entregármelo. Me lo había dicho, a su manera. Y una parte de mi no quería abandonarlo, aunque la otra no dejara de repetirme que era lo que debía hacer como sumiso: aceptar el protocolo, seguir los deseos de mi dómine, completar mi instrucción. Pero… Si mi dómine no quería entregarme, ¿entonces…?

—No te mereces lo que te entrego—Le escuché murmurar con evidente disgusto.

—Eso ya no lo decides tú—. El hombre tatuado extendió la mano con la palma hacia arriba y dibujó una sonrisa triunfal.

Mi dómine suspiró hondo, despacio. Quise poder levantarme y suplicarle que no lo hiciera, que no me entregase a él, que quería que siguiéramos juntos… Pero sabía que hacer eso delante de todo el mundo significaría la vergüenza para él. Quise llorar, quise gritar y abrazar a mi dómune. Pero no pude hacer ninguna de esas cosas. solo quedarme ahí, servicialmente de rodillas, viendo como mi correa pasaba a manos de otro.

Dragan apretó la cadena con fuerza en su mano enguantada en cuanto Leo la depositó. Éste se apartó de mi, hizo una sobria reverencia ante ambos y se bajó del escenario con aire solemne, dejándome en manos de mi nuevo amo y señor. Mi nuevo dómine. No tardó ni un segundo en tirar violentamente de la cadena hacia arriba.

—En pie. Venga—. Obedecí. Intenté distinguir la figura de Leo entre el público, pero los focos me lo impidieron—. ¿Aceptas que te tome como mi sumiso para completar tu entrenamiento, Soren?

—Acepto, dómine—. Intenté que no se me quebrara la voz pero no lo conseguí.

—¿Recuerdas la palabra de seguridad?

—”Rojo”, dómine—. En realidad tuve que pararme un segundo para pensarla. Durante mi entrenamiento con Leo nunca había tenido que usarla, y antes de él solo había recurrido a ella una o dos veces.

—Bien. Que no se te olvide—. Me acarició la cara, pero no fue gentil.

De pronto empezó a sonar una música pesada y asfixiante, mezcla de guitarras eléctricas y electrónica ruidosa. Las luces se volvieron rojas. Mi dómine me ordenó exponer los brazos hacia delante manteniendo los codos pegados al cuerpo, con una orden que casi quedó ahogada por el volumen de la música. Rápidamente unos pesados grilletes de cuero grueso pasaron a rodear mis muñecas. Fui vagamente consciente de que la puerta de la entrada del local se abría. “Leo, no me dejes…”, supliqué deseando que no hubiera sido él quien saliera por esa puerta.

Mi dómine me desató la falda y me quitó el medallón de un tirón, casi con desprecio, volviendo a desnudarme ante la sala. Luego me colocó una venda de seda negra sobre los ojos. Sus manos enguantadas me cogieron por los hombros y me movieron por el escenario. Como ya lo había visto antes, supe que me estaba guiando hacia una reja de metal hexagonal que había en el lateral izquierdo del escenario. Noté las láminas de metal contra mi vientre cuando mi dómine casi me empotró literalmente contra ellas. Me levantó los brazos por encima de mi cabeza y enganchó mis dos manos a la reja. Me desató el pelo a la altura de la nuca y volvió a hacerme una cola de caballo más alta, de manera que mi espalda quedara totalmente a la vista. Él sí usó una gomita elástica. Luego se alejó de mi y le perdí la pista. La música era tan intensa que para mi fue como estar en un limbo sensorial. No podía saber bien qué pasaba.

—Como es tu primera vez, te azotaré diez veces—. Di un respingo al volver a escuchar súbitamente su voz contra mi oreja. Su voz era muy distinta a la de Leo. Ésta sonaba cruel, con un punto casi burlón—. Quiero que las cuentes en voz alta. Si quieres que pare antes ya sabes lo que tienes que decir.

—Sí, dómine.

—Puedes gritar, si quieres—. Se rió. Me eché a temblar.

Todos y cada uno de mis músculos se tensaron. Cerré los dedos inconscientemente alrededor de la reja, como si eso me fuera a proteger de algún modo. Pasaron los segundos. Los minutos. No oía nada más allá de la música. No podía ver nada salvo oscuridad. En mi pecho mi corazón latía presa del pánico y la incertidumbre.

Súbitamente llegó el dolor: agudo, lacerante, sobre mi nalga izquierda. Era el dolor del látigo. Di un respingo que fue más un salto contra la reja y emití un grito mezcla de sorpresa y dolor.

—¡Cuenta!

—¡Uno!—grité.

Otra vez, en la otra nalga. El látigo me mordió como una víbora, haciendo que me crispara de pies a cabeza.

—¡Dos!—. El tercero vino precedido de un característico silbido, e impactó justo en la parte alta del muslo—. ¡Aaah!—. Me eché hacia delante, agarrando la reja tan fuerte que los nudillos se me pusieron blancos—. ¡T-tres!—. El látigo volvió a rasgar la música infernal. De nuevo impactó contra mi ya dolorida nalga izquierda. La estructura de metal tembló Se me saltaron las lágrimas—. ¡Aaah! ¡Cuatro!—. El siguiente vino casi seguido, tan rápido que no pude prepararme mentalmente para esperarlo. Me dio en el otro muslo—. ¡¡Aaaagh!!—. Resoplé contra la reja. Casi no pude alzar la voz para contar—: ¡Cin… co!

Hubo un momento de respiro. “No puedo más, no puedo…”, me lamenté. Me ardía la piel lastada como si la tuviera en llamas. Todo mi cuerpo me dolía, en realidad, preso de la tensión por aguantar el sufrimiento. Deseé que el dolor se terminara. Pero volvió, castigándome la otra nalga con más fuerza

—¡¡Gaagh!!—. No pude decir otro número. No fui capaz de soportarlo más. No quería llegar hasta el diez—. ¡ROJO!—. Chillé a pleno pulmón.

Me quedé resollando con la frente apoyada en la reja. Me di cuenta entonces del sudor frío envolviendo mi cuerpo. Distinguí un aplauso al que no presté atención, ya qye solo pude centrarme en el temblor de los tablones a mi espalda. Mi dómine se acercó, me acarició la cara de nuevo con poca gentileza y me rodeó el vientre con la otra mano, en la cual llevaba enrollado el látigo. Pude percibir el olor a cuero.

Quise echarme a llorar allí mismo. Aquellos brazos, aquella voz, aquel olor… No eran los de Leo. Yo solo deseaba que regresara a mi, me consolara y me llevara con él. solo pude pensar en eso…

—Pronto dejarás de pensar en él, ya lo verás—. Me quedé helado. No se me ocurrió cómo mi dómine había adivinado lo que estaba pensando. Su mano acarició las zonas marcadas por el látigo, haciendo que mis músculos se tensaran por el escozor—. Recuerda este dolor, Soren. Porque esto es lo que te haré a partir de ahora cuando te castigue—. Su mano rodeó entonces mi cadera hasta rozar mi entrepierna. Una mezcla de sorpresa y vergüenza me recorrió al comprobar que estaba levemente excitado. Le escuché emitir una risa queda contra mi cuello—. Y esto es lo que haré si te portas bien.

Comenzó a masturbarme sin ninguna misericordia y con gran habilidad. Apoyé de nuevo la frente contra la reja, jadeando, confundido y excitado por la extraña sensación del cuero del guante envolviendo mi miembro y el hormigueo residual de mis nalgas combinándose con el placer. Me abandonó a medio camino hacia el clímax. Me quitó la venda de los ojos, dejando que el rojo volviera a inundarlo todo, y me giró la cabeza hacia la gente, apretándome la mejilla contra el metal.

Vi un centenar de miradas hambrientas y viles. Todas y cada una de ellas parecían disfrutar con mi sufrimiento tanto como con mi placer. En el fondo de la sala vi a dos sumisos mascota practicando felaciones a sus dueños mientras veían el espectáculo. Eso estaba siendo yo, en aquel momento: un estímulo para el placer de otros.

Mi dómine empujó mis tobillos con la bota para abrirme las piernas. Uno de sus dedos se introdujo entre mis nalgas sin miramientos.

—¡Uh-ahg!

—Vaya… Leon ha hecho un buen trabajo contigo aquí detrás—comentó, como si eso le divirtiera. Metió dos dedos, haciéndome gemir más fuerte. Acto seguido escuché un zumbido detrás de mi—. Habrá que aprovecharlo, ¿no crees?

—¡Ah-aahhhg!—. El vibrador untado en lubricante me penetró sin resistencia. Encorvé la espalda hacia atrás hasta que mi nuca tocó el hombro de mi dómine. Tirité, consumido por el placer. Él sujetó el vibrador para que no se me ocurriera expulsarlo, moviéndolo dentro de mi a un ritmo lento y profundo. Me mordí el labio inferior, pero él me lo impidió, abriéndome la boca con los dedos.

—No te contengas. Gime y grita cuanto quieras. Libérate, Soren—me ordenó.

—¡A-agh!—. Me quitó la mano de la boca y la recolocó de nuevo en mi entrepierna, dura y palpitante—. ¡Aah!—. Volvió a masturbarme sin piedad. Mi mente se obnubiló en aquel momento, entre el placer y el dolor que aun sentía. Me estremecí, moví incontroladamente las caderas entre sus manos—. ¡Ah…! ¡Aagh! ¡Oh… Sí! ¡Aaagh!—. Cada uno de mis gemidos parecía corregir sus movimientos para adaptarse aun más a mi placer. Se me quedó la mente en blanco, con la mirada perdida en la vorágine de sensaciones que me consumía.

—Córrete—. Su orden no se hizo esperar.

Fue un orgasmo violento y largo que me dejó inmediatamente exhausto. Hubo otro coro de aplausos mientras mi dómine me sacaba el dildo y me desataba por fin las manos. Me temblaban tanto las rodillas que estuve a punto de derrumbarme sobre el escenario. Pero él me sujetó en un posesivo abrazo, pegando mi espalda contra su pecho tatuado. Me levantó la barbilla para darme un beso desde atrás con el leve regusto de la menta tratando de tapar el sabor a tabaco.

—Ya eres mío—susurró su voz burlona de nuevo en mi oreja.

Era suyo. Ya no era de Leo. Ahora Dragan era mi dómine. “¿Esto es lo que me espera a partir de ahora?”, me pregunté. Una vorágine de sensaciones contradictorias: vergüenza y alivio, miedo y relajación, dolor y placer… Hubiera sido perfecto para mi si ese beso hubiera acompañado a esos hermosos ojos verdes. Pero ahora miraba dos iris azules en medio de dos cuencas negras tatuadas sobre la piel.

—Pienso darle un buen uso a esos ojos tan preciosos que tienes…—murmuró con malicia.

Yo solo pude bajar la vista.