El mensaje de Dragan me llegó al teléfono durante mi jornada de trabajo en el almacén. Tuve que excusar una salida al baño para poder leerlo, encontrando un mensaje claro y conciso:

Hoy llegaré un poco más tarde pero tú ve allí tal y como habíamos acordado. Espérame en la sala roja. Lleva cuero.

Sí, dómine.

Después de eso no me contestó. Estuve casi todo el día distraído, tanto que casi confundí dos pedidos sin querer, ya que mi mente no dejó de divagar ni un solo momento sobre lo que aquel hombre cubierto de tatuajes haría conmigo aquella tarde cuando fuera al local. Tuve que esforzarme, sin embargo, en acabar todo a tiempo para poder escaparme del trabajo cuanto antes y que me diera tiempo a pasar por casa para coger mis cosas. Comí algo rápido por el camino, ya que no me iba a dar tiempo a hacerme algo decente en mi piso compartido con dos estudiantes canadienses: prácticamente pasé por allí para darme una ducha, cambiarme de ropa y coger lo que pensé que sería más adecuado para la sesión, meterlo en mi vieja mochila y volver a salir por la puerta.

Llegué al local a la hora, encontrándome a Ariel fumando a la sombra, junto a la entrada. Me sorprendió verle vestido de chándal, contrastando con su acostumbrado atuendo de motero de los noventa. Me percaté, además, de que tenía la mano izquierda vendada. “¿Se habrá hecho daño entrenando?”, me pregunté, elevabdo una ceja con cierta impresión. Tenía a Ariel por un hombre bastante fuerte y versado en lo que a peleas se refería, verle herido era toda una novedad para mi.

—Ey, Soren—me saludó, echando humo por la boca—. ¿Qué tal esa espalda?

—Mejor, gracias—contesté, escuetamente—. ¿Dragan ha llegado?—. Pregunté con cierta nota temerosa en la voz, pero Ariel negó con la cabeza.

—Creo que aun le falta un rato para que venga—. Me guiñó uno de sus curiosos ojos color ámbar. Me quedé mirándole con gesto dubitativo. Debí poner una cara muy obvia, porque el hombre ladeó la cabeza y sonrió al decirme—: Leo está en sesión ahora mismo, y pinta que tiene para largo.

—Ah, ya veo…—asentí, sintiéndome algo idiota. Me froté un brazo con gesto torpe y me despedí de él con un cabeceo—. Gracias, Ariel.

—De nada. Que vaya bien, Soren—. El hombre volvió a darle una calada al cigarrillo y no dijo nada más.

Entré. Vi algunas caras conocidas, la mayoría de parejas y pequeños grupos sentados en las mesas, tomando algo relajadamente. Yo me dirigí directamente hasta la barra, revisando el teléfono para ver si mi nuevo dómine me había ordenado algo más, pero no fue el caso. Me senté en la barra, que en ese momento estaba vacía de personal… Y prácticamente de gente. solo había un chico sentado prácticamente en el extremo de la encimera; de aspecto ojeroso y cansado, pelo corto y oscuro, rapado por los lados, aparentemente mojado. Llevaba una sudadera negra, arrebujada en torno al cuello, y unos vaqueros de aspecto nuevo que contrastaban enormemente con unas botas militares totalmente destrozadas. Era delgado, más o menos como yo, pero con un punto enfermizo; y tenía una cara ojerosa y amargada que me recordó a los clásicos drogatas de las películas ambientadas en el Bronx. Estaba sentado frente a un vaso de Coca-Cola sin probar, con los codos apoyados en la barra, cara de pocos amigos, aparentemente afanado en quitarse los pendientes de las orejas y el piercing de su ceja izquierda.

Al percatarse de que le estaba mirando, el chico giró la cabeza y me taladró con una mirada color gris que, por algún motivo, me resultó familiar.

—¿Y tú que miras?—me preguntó en tono borde.

—Nada—. Respondí con indiferencia—. Me preguntaba si te conocía. No recuerdo haberte visto por aquí antes.

—Llegué aquí ayer, no nos hemos visto en la vida—dijo en el mismo tono, como si hablarme le produjera una aversión que no comprendí.

—Ok. Perdona—respondí, frunciendo el ceño. “¿Qué le pasa a este tío?”, me pregunté, asumiendo que quizá había tenido un mal día, sin más.

No volvió a dirigirme la palabra. De reojo solo vi cómo apoyaba la cara en las manos y se quedaba ahí, inclinado sobre sus codos, metido en su burbuja. “Qué tipo más raro…”, me dije.

Tras esperar unos minutos en los que no parecía que fuera a salir nadie a atenderme, decidí, con un resoplido frustrado, entrar yo mismo al almacén, golpeando con los nudillos la puerta antes de preguntar:

—¿Hola?—. Vi una cabeza rubia moverse tras los estantes—. ¿Luria?

—Ah. Hola, Soren—. Me saludó con cierta desgana. ¿Qué le pasaba a todo el mundo hoy? Luria se llevó las manos a los bolsillos traseros de su pantalón con gesto perdido—. ¿Qué… qué tal estás?

—Eh… Bien, supongo—me encogí de hombros—. Perdona, es que necesito la llave roja y como no estabas fuera…

—¡Ah, sí!—sonrió, haciendo un gesto como de que se le había ido la cabeza. Tuve la impresión de ver que le aliviaba ver que solo la buscaba por eso—. No te hace falta, la sala está abierta, Lyss subió hace un rato pero creo que ya está vacía. Aunque… Si yo fuera tú llamaría antes de entrar.

—Vale, gracias—. Esbocé una sonrisa efímera—. Hasta luego.

—Ciaoo…—me hizo un gesto de despedida con la mano antes de que saliera.

Al salir del almacén y pasar por la barra para dirigirme hacia las escaleras me encontré una escena que no me esperaba. Leon estaba al otro extremo, de espaldas a mi, hablando de un modo muy cercano con el chico del pelo rapado. No podía oír lo que decían. Y aunque sentí el irrefrenable deseo de aproximarme para saludar al hombre de pelo broncíneo (el cual también estrenaba una camisa oscura sin mangas y… ¿También tenía el pelo húmedo?); finalmente no me atreví a hacerlo. Me mordí el labio inferior, sin saber muy bien qué decirle o cómo iniciar un conversación. Además… Parecía muy metido en lo que fuera que estuviera hablando con el otro chico. Me dio demasiado reparo interrumpirles. Inconscientemente me pregunté si la sesión que había mencionado Ariel habría sido con ese sujeto, aunque no lo parecía. No tenía pinta de que aquel tío fuera un sumiso. Pero, entonces, ¿de qué se conocían?

No llegué a averiguarlo en ese momento. No me atreví. Directamente, sin que llegaran a reparar en mi, subí las escaleras al piso superior, saludando con la cabeza y dedicando unas pocas palabras a un grupo que estaba sentado en los sofás del rellano y que me felicitaron por mi actuación de la noche anterior. No me entretuve demasiado en ello, fui directamente a mi destino.

Al abrir la sala roja, algo me saltó encima dándome un susto de muerte y sacándome de mis cavilaciones—: ¡¡Ay!!—. Tardé medio segundo en reconocer a la persona que estaba de rodillas ante mi, irguiéndose y pasando sus manos por mi pecho como un perro que se alegra de ver a su dueño—. ¡Nero! ¡Bájate, vamos!—El otro obedeció y se quedó a cuatro patas frente a mi, emulando una especie de gimoteo agudo.

Nero llevaba una máscara de neopreno en color negro y morado con forma de cabeza canina, bastante conseguida, que le cubría toda la cabeza, dejando tan solo dos agujeros para los ojos color miel que, en aquel momento, me miraban con arrepentimiento. También llevaba un collar de entrenamiento a juego, en los mismos tonos; un arnés de cuero negro que le cubría los hombros y la parte superior del pecho; y un suspensorio de cuero negro alrededor de la cintura, en cuya parte de atrás habían ajustado un accesorio de goma en forma de cola de perro, de forma que sus nalgas plagas de cicatrices quedaban totalmente al descubierto, del mismo modo que su espalda. Una larga cadena lo ataba a una argolla anclada a la jaula de hierro negro que había junto a la puerta.

Emití un suspiro largo cuando él volvió a gimotear, agachándose a mis pies con actitud arrepentida—. Perdona. Es que me has asustado—. Me disculpé. Nero movió alegremente las caderas de un lado a otro, agitando así la cola de goma. Me acuclillé frente a él y le acaricié sobre la máscara con ahínco, rascándole la cabeza hasta la nuca y los hombros, haciendo que emitiera gemiditos gozosos mientras sacaba la lengua bajo la máscara emitiendo un repetitivo jadeo—. Buen perro, sí… Muy bien—. Me volví a poner en pie y cerré la puerta detrás de mi.

Encendí las luces del techo, dejando así a la vista la sala, la cual no solía ofrecer demasiada claridad solo bajo los neones rojos. Todo quedó iluminado: el potro de tortura, la cruz de San Andrés clavada en la pared, la jaula de hierro, en ese momento abierta para que Nero pudiera entrar y salir con un cuenco de agua y otro con comida (de perro de verdad); todo un arsenal de látigos, varas y fustas colgando de soportes ancladas a las pares color rojo oscuro, espejos en el techo y en las paredes, varios asientos, un trono de ébano… Todo en un estilo oscuro y gótico que me pareció a la par atractivo e intimidante. Eso, sin contar el sinfín de argollas, cadenas y grilletes que había colgando del techo, las paredes y… Sobre la cama en la que Leon me castigó por última vez. Casi sentí un escalofrío al recordar aquella sesión, así como un leve pinchazo culpable. Sabía que no tenía por qué sentirme así, pero una parte de mi seguía recriminándose haberle fallado a mi dómine aquel día, pensando que si lo hubiera hecho bien quizá él me hubiera puesto por fin el collar definitivo, rompiendo las reglas para hacerme suyo.

Pero no fue así. Ni siquiera Leon… No, más bien, Leon era precisamente el único Maestro de todo el In Chains que nunca se saltaría sus propias normas. Yo lo sabía, era parte de lo que más había disfrutado de mi entrenamiento con él: su pasión por el protocolo. Pero, aun así… “¿Por qué no puedo dejar de culparle por no haberlo hecho?”, me pregunté.

Al percibir que me había quedado mirando la cama embobado, el cachorro me golpeó la mano con su hocico de cuero, devolviéndome una vez más a la realidad—. Estoy bien, Nero—. Me esforcé en sonreír. Pero aquel perro de cuero insistió con otro gemido agudo, negando con la cabeza y rozando su mejilla de neopreno contra mi pierna—. Está bien. Sí, sigo triste y echo de menos a Leo. ¿Contento?—. Soltó una especie de bufido por la nariz. Casi estuve a punto de imitarle, pero me contenté con soltar el aire suavemente y bajar los hombros—. ¿No deberías estar con Lyss?—le pregunté, enarcando una ceja y cambiando de tema. Nero juntó las “patas” delanteras y bajó la cabeza entre los hombros, repitiendo aquel gemidito arrepentido, y dirigiéndose acto seguido hacia la jaula, dándole un par de tirones a la cadena—. Ya veo. Te has portado mal y te ha dejado aquí como castigo, ¿eh? ¿Qué hiciste?—. Ladró varias veces, con un realismo bastante sorprendente. Puse los ojos blancos y sonreí: obviamente, los perros no hablan. Esa era una de las cosas que más me gustaban del papel sumiso de Nero: había logrado realmente parecer un perro, tanto en su forma de expresarse como de moverse, había logrado un papel realmente conseguido como cachorro amaestrado, que era uno de sus juegos preferidos en el In Chains. Supuse que tendría que volver a preguntárselo cuando estuviéramos los dos fuera de rol.

Me quité la camiseta, y a los pocos minutos pude sentir a Nero subiéndose a mi espalda y lamiendo las marcas oscuras que aun atravesaban mi piel—. ¡Oye, oye!—me reí—. ¡Me haces cosquillas, para!—. Me giré, dejando caer la prenda al suelo y agarrando al sumiso por la máscara para hacerle bajar al suelo de nuevo—. Ya no me duelen, no te preocupes—. Nero emitió un ladrido corto, mirándome intensamente. Con un suspiro resignado me dejé caer en la cama, sentándome en el borde para desatarme las deportivas. El perro se subió a mi regazo, apoyando sus manos en mis muslos. Le dejé hacer, entendiendo que tan solo quería consolarme de alguna manera. Intercambié una mirada agradecida con él—. Anoche Dragan me llevó a casa, ¿sabes?—le conté. Él ladeó la cabeza bajo la máscara y me observó con toda su atención—. Me quedé dormido en el taxi, así que insistió en llevarme a cenar para recuperar fuerzas y hablamos un rato. También es un fanático de los videojuegos, me ha dicho que seguramente quedemos fuera de sesión para echar un par de partidas—. Esbocé una triste sonrisa. Nero acomodó los codos sobre mi regazo y rozó mi mejilla con el hocico de la máscara. Alcé la mano para volver a rascarle la nuca. Él volvió a menear la cola—. Me cayó bien, no es tan malo como parece. Pero…—. “No es él”, resumí en mi cabeza. Y una parte de mi seguía teniéndole un temeroso respeto, no solo por lo que me hizo durante la ceremonia, sino por todas las cosas que había oído contar de él y la clara aversión que Leon siempre había demostrado hacia él como persona. “Ni siquiera pude mirarle a la cara anoche…”. Inspiré entrecortadamente, esforzándome por que no empezaran a arderme los ojos, no quería ponerme a llorar justo antes de una sesión con mi nuevo dómine. Me esforcé por ofrecerle otra sonrisa a Nero, y le di un suave golpe en la cabeza—. Deja que acabe de prepararme, anda. No quiero que mi dómine me castigue también—. Me lanzó un gruñidito ofendido pero se bajó de mi.

Terminé de desnudarme, guardé mi ropa en la bolsa, y saqué lo que me había traído de casa para la sesión. Comencé a colocarme los grilletes en los tobillos y en las muñecas. Hacía mucho que había dejado de usarlos, de hecho casi no había tenido que sacarlos del cajón de mi armario desde que dejé de sesionar con Lyss; ya que con Leon prácticamente nunca me habían hecho falta. Volver a sentir el suave tacto y el olor intenso del cuero sobre mi piel fue extraño y, a la vez, estimulante. Al conjunto le acompañó mi viejo collar, también de cuero, negro y rojo. “¿Hace cuánto que compré esto?”, me pregunté en aquel momento. Ni me acordaba, fue en mi época de adolescente, cuando empecé a tontear con el BDSM sin tener todavía muy claro si iba a tomármelo en serio o no. Volver a atármelo en torno al cuello fue como dar un vistazo al pasado, casi diez años atrás. “Diez años…”, repetí en mi mente.

Por último, me coloqué un arnés de cuero con varias anillas que apreté alrededor de mi cintura y cuyas tiras también se ajustaban alrededor mis muslos, como si fueran tres ligueros en cada pierna, dejando así mi entrepierna totalmente disponible. Lo que siguió fue ponerme un enema de agua caliente, ayudado de una pequeña pera que ya traía conmigo para limpiarme bien antes de las sesiones, una buena costumbre que me había enseñado Gem en su día. Fui bastante rápido, especialmente porque ya tenía bastante experiencia en el tema.

Hecho esto, cogí un cojín de la cama, lo suficientemente grande como para poder arrodillarme sobre él y colocarme en posición de espera: rodillas y talones separados, espalda recta, barbilla baja, ojos cerrados y manos hacia arriba. Inspiré hondo varias veces, intentando dejar de pensar en todas las cosas que me atribulaban la mente. Iba a entrar en sesión: ahora me debí a mi dómine. A Dragan. Me estremecí, concentrándome en las sensaciones que el cuero de los grilletes y el arnés me hacían sentir, lo que su olor me transmitía… Y sobre todo en la sensación del collar. El collar siempre lograba hacerme entrar en aquel estado mental, en aquellos hilos de pensamientos totalmente dirigidos a contentar a mi dómine, a servirle, a dejar en sus manos mi voluntad y mi integridad. Esa sensación de cesión del control, de no tener que tomar decisiones y simplemente obedecer para ver la satisfacción en el rostro de mi dómine. En mi cabeza ese rostro seguía teniendo los ojos verdes y el pelo color bronce, así que tuve que hacer el esfuerzo mental de cambiarlo por aquellos fríos ojos claros en medio de una siniestra cara tatuada.

No fue sencillo.

La puerta se abrió por fin, tras lo que me pareció una eternidad. Me incliné hacia delante de inmediato, doblando la espalda, pegando la frente al frío suelo de losa negra y extendiendo las manos con las palmas hacia arriba por delante de mi cabeza. Fui vagamente consciente de que Nero adoptaba exactamente la misma posición, pero manteniendo los dedos doblados como si fueran zarpas.

—Vaya, vaya…—. Reconocí la voz de Dragan de inmediato. La puerta chirrió antes de cerrarse, y el sonido de las botas militares andando pesadamente por la sala hizo eco por todas partes. Un escalofrío me recorrió, presa del miedo y la expectación—. Fíjate, qué cachorritos tan obedientes tengo hoy a mis pies—. Su voz tenía el mismo tinte burlón que demostró en la ceremonia del cambio de correa, nada que ver con su carácter mucho más despreocupado fuera del local, el cual yo ayer llegué a ver parcialmente.

Mi dómine no dijo nada en principio, solo se movió por la sala, haciendo ruidos al cambiarse de ropa, al coger algunos objetos, volverlos a dejar, cambiarlos por otros… Nos dejó allí postrados a los dos mientras se preparaba. Ni Nero ni yo nos movimos un ápice, aunque yo hice trampa y abrí un ojo para espirar de reojo por el hueco de mi axila. No pude ver gran cosa, salvo la figura del perro totalmente entregada, mostrando su espalda llena de cicatrices. Interiormente agradecía que Nero estuviera allí, de algún modo me ofrecía un apoyo moral que me alegraba tener en aquellos momentos. Tuve que apartar la mirada y cerrar los ojos cuando vi las botas de mi dómine pasar por mi lado. Me tensé ligeramente, pero él pasó de largo por mi lado para dirigirse directamente hacia el otro sumiso. Se puso en cuclillas frente a él, y escuché el tintineo de la cadena a medida que le hacía levantarse de aquella posición. —. Tu ama me ha contado lo que hiciste esta mañana…—. Escuché a Nero gimotear, como suplicando. Interiormente me pregunté qué sería lo que había hecho para que Lyss le pidiera a Dragan que lo castigara—. Ah, no. Ahora no vale llorar. Has sido un perro malo y sucio, ¿verdad?—. Otro gimoteo. Otro tirón de la cadena—. ¿Verdad que sí? Sí, claro…—. Escuché el sonido de unos dedos rascando—. Lyss me ha pedido que tome medidas al respecto contigo. ¿Consientes que hoy sea yo quien se encargue de castigarte?—. Otro sonido de tintineo de cadenas. ¿Nero asintiendo?—. Buen perro. Sí, buen chico… Sit. Muy bien—. Nero ladró un par de veces—. A tu sitio, vamos. Entra—. Espié de nuevo de reojo, viendo cómo mi dómine abría la puerta de la jaula para que Nero entrara y se hiciera un ovillo dentro de ella; cerrándola acto seguido—. Más tarde me encargaré de ti—. Echó el candado de la jaula, dejando al perro enjaulado. Nero me miró desde detrás de su máscara. Yo cerré los ojos, concentrado en la espera.

Un paso se acercó a mi en la oscuridad de mis párpados caídos. Otro más. Y otro más. Mi respiración acelerada por la adrenalina pinchándome en las venas rebotó contra el suelo. Un agradable hormigueo comenzó a acariciar mi entrepierna, a pesar del miedo inherente a la situación.

—Descansa, Soren—dijo su voz. Yo me enderecé despacio, deslizando mis manos por el suelo hasta retornarlas a su posición inicial, sobre los muslos, palmas arriba. Dragan me rodeó. A pesar de tener la mirada baja, pude distinguir unos pantalones de cuero ajustados a sus piernas emergiendo de las botas, y unas cadenas cayendo casi hasta la altura de su rodilla, colgando de su cinturón—. Quítate el cojín de debajo, apóyate directamente el suelo.

Obedecí, dejando el cojín obedientemente sobre la cama y procediendo a apoyar mis rodillas desnudas sobre el gélido suelo enlosado. Un leve escalofrío me recorrió, acentuado por el movimiento de mi dómine colocándose detrás de mi y poniéndose en cuclillas. Pude sentir, de algún modo, cómo me observaba. Esperé que no se diera cuenta de que estaba temblando ligeramente.

Algo rozó mi espalda. Sus dedos, envueltos en guantes de cuero. Reconocí el olor y el tacto. Éstos bajaron por mi espina dorsal y luego volvieron a subir, hasta encontrarse con los larguísimos mechones de mi pelo negro zaíno. Los dedos enguantados comenzaron entonces a acariciar mis cabellos, peinándolos rudamente, proporcionándome una extraña sensación de molestia y placer al mismo tiempo. Comenzó a agrupar mis mechones, tirando suavemente en lo que sin duda estaba siendo una cola de caballo sobre mi nuca.

—¿Leon no te enseñó a recogerte el pelo cuando empezaras una sesión?—preguntó de pronto, con una voz burlona que, sin embargo, no incitaba a la risa; sino al miedo. Yo sentí que me quedaba lívido, al percatarme de que no había caído en ese detalle mientras me preparaba.

—Sí, dómine—respondí de inmediato, sin embargo.

—¿Y por qué tienes el pelo suelto?

—No me he acordado, dómine—confesé—. Le-Leon me dijo que lo prefería suelto y…

—Yo no soy Leon—me cortó, hablando como si me estuviera escupiendo ácido en la nuca. Sellé mis labios de inmediato—. A partir de ahora quiero que vengas a las sesiones con el pelo recogido o trenzado. O empezaré a usarlo para torturarte, así—. Tiró hacia atrás de la coleta, provocándome un doloroso quejido en la garganta cuando su tirón me obligó a levantar la barbilla e inclinar el cuello hacia atrás. Cerré los ojos con fuerza, preso de la desagradable sensación de tirón, la cual se fue tan repentinamente como había venido.

—Co-como desees, dómine—musité con un hilo de voz, reprimiendo el reflejo de llevarme una mano a la cabeza para sofocar los pinchazos que aun me daba el cuero cabelludo.

Sus dedos volvieron a recorrerme la espalda, siguiendo las señales del látigo que aun quedaban en mi piel. Al tener esa zona especialmente sensible no pude reprimir que mis hombros temblaran bajo un suave escalofrío.

—¿Qué tal tus heridas? ¿Te duelen?

—Apenas, dómine—murmuré.

—Están curando muy bien, no te quedará ni una sola marca—. De algún modo aquello me sonó a promesa. No pude evitar alegrarme. Todo el mundo, especialmente Leon, había alabado siempre que tenía un cuerpo muy bonito y armónico, y eso era algo que no quería perder. Aunque estuviera mal que lo pensara, la verdad era que me daba miedo terminar igual que Nero: totalmente cubierto de cicatrices. Como si me estuviera leyendo la mente, mi dómine se inclinó sobre mi hombro y susurró—: Lo de ayer fue solo un preámbulo de lo te espera si no obedeces. Pero si te portas bien, cosa que no me cabe duda que harás; no quedará en ti ni una sola marca de mis látigos—. No dejó de acariciarme suavemente la espalda mientras hablaba.

—Mi único deseo es complacerte, dómine—murmuré, casi demasiado rápido.

—No me cabe duda—. Algo que no supe identificar vibró en su voz al decir esas palabras. Se retiró de mi espalda y se colocó delante de mi, en cuclillas. Bajé los párpados inmediatamente. Escuché claramente el crujido de su pantalón de cuero al agacharse. A mi nariz llegó un olor nuevo, mezcla de cuero y algún tipo de after-shave bastante agradable—. Mírame—. Alcé la barbilla pero no la mirada. Algo tocó mi barbilla. ¿Su mano enguantada? No, era más fino…—. A los ojos, Soren.

Al abrir los párpados me encontré de cara con esos dos ojos que había evitado mirar a toda costa. Y me sorprendí. No sé por qué siempre pensé que los ojos de Dragan eran azules, pero me había equivocado: eran verdes. No eran del mismo tono de verde que Leon; eran más claros y tenían pintas color avellana en el interior del iris. De algún modo me resultaron… Cálidos, como si no entraran dentro del cuadro que era su rostro totalmente tatuado como si fuera una calavera. Aquellos tatuajes siempre imponían respeto y cierta sensación de temor. Pero, en aquel momento, con tanta cercanía (apenas nos separaban dos palmos), bajo la luz de los halógenos del techo, eran como un velo. Fue como si pudiera ver por primera vez el rostro detrás de la tinta. Sentí algo extraño dentro de mi, un hormigueo en el centro del pecho que no supe descifrar, pero que fue agradable.

—Tus ojos son una preciosidad—. Parpadeé, confundido, preguntándome absurdamente cuándo decidí darle voz a mis pensamientos. Pero al segundo siguiente me di cuenta de que el que había hablado era mi dómine, refiriéndose a mi. Noté cómo se me calentaba la cara—. Ese azul turquesa oscuro no es común. Y… También tienes un cuerpo y una cara preciosos—. Algo se movió en mi barbilla. Bajé rápidamente la mirada para descubrir que lo que me estaba tocando no eran sus guantes, sino una fusta. La adrenalina me pinchó en las venas como mil alfileres—. Eh. No te distraigas, sigo aquí—. Volví a mirarle a la cara. Sonrió, de forma que sus dientes tatuados también sonrieron con él. Ladeó la cabeza, y sentí cómo aquella mirada verde me atravesaba con más certeza que el golpe de sus látigos—. ¿Tienes miedo?

—…—. Entreabrí los labios y contuve la respiración, sin saber bien qué decir. Quise apartar la mirada avergonzada, pero la fusta bajo mi barbilla me disuadió de esa idea—. … Sí, dómine.

—¿Por qué?—. Inclinó la cabeza hacia el otro lado, aproximándola hacia mi. El olor de su after-shave se hizo más intenso.

—Porque no quiero que me castigues, dómine—musité, sin apenas despegar los labios.

—¿Tienes miedo a que te haga daño?

—Sí, dómine.

—¿Te da miedo el dolor?

—Sí, dómine.

—¿Te da miedo sufrir?

—Sí, dómine.

—Como a todos, Soren—. Su voz adquirió un inesperado tinte paternal. La fusta se retiró de mi mandíbula, pero mi cabeza no se movió—. He leído tu contrato, en el dices que tienes poca tolerancia al dolor y que no te consideras masoquista—. Mientras hablaba, mi dómine se levantó y se sentó en el borde de la cama—. Lo cual me hace preguntarme por qué escogiste el contrato Cardinal en vez de seleccionar solo las prácticas y a los Maestros que entran dentro de tus límites—. Me removí imperceptiblemente, incómodo, bajando la mirada al suelo sin querer—. Soren, si tengo que volver a pedirte que me mires a la cara lo haré con la fusta—me advirtió, mostrando de pronto un tono de voz duro como una roca. Me tensé y levanté mis iris azules hacia él. Mirándome con el ceño fruncido y expresión seria, casi sentí como si él fuera la Muerte viniendo a por mi. Mi dómine apoyó un codo en su rodilla y la cabeza sobre esa mano, como entre pensativo y aburrido. Admiré todos y cada uno de los huesos y ligamentos representados con todo lujo de detalles en su piel, tanto en su brazo como en su torso al descubierto. Estaba evidentemente desnudo de cintura para arriba, pero al mismo tiempo era como si no lo estuviera—. ¿Sabes qué creo yo, Soren?—. Su pregunta me sacó de mis cavilaciones con un pestañeo confundido—. Creo que eres un mentiroso.

Algo invisible me golpeó en la boca del estómago, haciéndome soltar todo el aire de gope. Quise preguntar por qué mi dómine me decía aquello, qué había hecho mal para merecer su insulto, pero me tembló la voz. Sentí que mis dedos hormigueaban sobre mis muslos y me empezaban a sudar las manos.

—¿Sabes por qué siempre azoto con el látigo a los sumisos que empiezan conmigo?—. No respondí a su pregunta, no hacía falta. Estaba claro que me lo iba a decir a continuación—: Porque ahí es donde veo dónde están en realidad los límites de cada persona. Si realmente le tuvieras tanto pánico al dolor como dices, habrías gritado la palabra de seguridad al primer golpe. Sin embargo tú aguantaste cinco latigazos—. Hubiera jurado detectar cierto orgullo en su mirada y en su voz, pero era difícil de decir, ya que los tatuajes parecían oscurecer cualquier expresión en aquel rostro—. No te di con todo mi empeño, no te mentiré. Pero tampoco fui clemente. Y aun así, soportaste cinco golpes de diez. Eso es más de lo que logra la mayoría de los que empiezan conmigo—. No supe bien cómo sentirme en aquel momento. ¿Se suponía que me estaba halagando? Yo me sentía más como si estuviera acusándome de un crimen que no había hecho. Mi dómine movió la fusta con su otra mano con aire distraído, como si no prestara demasiada atención a lo que hacía. Comenzó a acariciarme la mejilla con el extremo de la fusta—. Yo diría que tienes bastante más de masoquista de lo que quieres admitir.

—¿P-puedo decir algo, dómine?—logré pronunciar al fin, aunque me costó despegar los labios la hablar. Él asintió con la cabeza con cierta condescendencia—. Yo… Soporté todo lo que pude porque no quería fracasar durante la ceremonia, dómine.

—¿”Fracasar”? ¿Por qué?

—Por parecer débil, dómine.

—¿Débil ante quién?—. Enarcó una ceja. O lo habría hecho si la tuviera—. ¿Ante mi? ¿Ante tí mismo? … ¿O ante Leon?

Se me volvió a atascar el aliento en la garganta cuando mencionó a Leon. Inconscientemente desvié la mirada. Y acto seguido la fusta impactó contra mi mejilla, recordándome que no debía apartar los ojos de mi dómine. Emití un quejido y apreté los dientes, sintiendo un hormigueo cálido tras el gope.

—Te pillé—. Él sonrió, burlón, siniestro. Aquella calavera con ojos verdes pareció complacida al meter el dedo en una llaga que aun supuraba en mi interior—. No querías decepcionarle, ¿verdad?

—No…—. Me empezaron a temblar las manos, el sudor comenzó a caer, frío, por mi espalda—. No, dómine, yo quería… Quería demostrarme que podía hacerlo…

—Mientes—. Me cortó. La fusta selló mis labios con un golpe suave. Luego hizo un gesto con la barbilla, sin mediar palabra, entendiendo lo que quería decir. Mordí el extremo de la fusta con los dientes, acallando así mi voz, que no mi respiración levemente agitada por mi nervioso corazón —. Querías la aprobación de Leon. No soy idiota, Soren. Sé muy bien lo que sientes por él—. Ladeó la cabeza otra vez, mirándome con intensidad. Deseé poder cerrar los ojos, apartar la mirada, ocultar el rostro ante aquella realidad que me golpeaba. Hice el amago de negar con la cabeza, pero él tiró de la fusta hacia arriba—. Pero siento tener que ser yo quien te diga que sufres por un amor no correspondido, Soren—. Entrecerré los párpados, sin entender a qué se refería. Él me acarició el rostro con su mano y me dirigió una expresión lastimera—. Pobre, sufriendo para contentar una última vez a su amado y… Resulta que él ni siquiera estuvo allí para verlo.

Algo latió dentro de mi, fuerte, doloroso. Miré a mi dómine a los ojos, buscando desesperadamente la falacia en sus ojos. Pero solo encontré ese paternalismo lastimero mientras pasaba los nudillos por mi rostro azorado. “No puede ser…”, intenté convencerme. Aunque, ahora que lo mencionaba, mientras estaba en el escenario, en manos de Dragan, me pareció ver que la puerta de la entrada se abría porque alguien salía. Un desagradable escalofrío me recorrió la espalda, mientras mi mente empezaba a hundirse en el abismo de la duda. ¿De verdad Leon se había ido… Mientras yo sufría por él?

—Ya veo que él no te lo ha dicho.

—… Mentira—murmuré, apretando la fusta entre los dientes hasta que escuché crujir el cuero. Me negué a creerlo. “No. Leon nunca me haría eso”.

—Se fue, Soren—. Mi dómine habló de nuevo como si pudiera leerme la mente. Y esta vez parecía disfrutar de cómo algo dentro de mi se resquebrajaba como un cristal bajo demasiada presión. Presión que él se estaba encargando de empeorar—: Todo el mundo vio cómo abandonaba el local mientras gritabas.

—¡Mentira!—. No pude evitarlo. No pude contenerme. Con los ojos ardientes aparté la vista y rompí la posición, apartando la cara de su cercanía. Me sentía al borde del llanto. No quería escuchar más.

Pero él no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Me agarró la mandíbula con fuerza con su mano enguantada en cuero, obligándome de nuevo a mirarle. Aquella calavera con ojos verdes había recuperado de nuevo su aspecto alenazador y terrorífico. Cerré los ojos y apreté los dientes cuando dos lágrimas resbalaron finalmente por mis mejillas ardientes.

—¿Eso crees?—. Siseó como una víbora, acercándose a mi oído, apretando sus dedos sobre mi piel sin ninguna misericordia—. Pues he aquí mi primera tarea para ti: La próxima vez que le veas se lo preguntarás tú mismo. Y luego me contarás cuál ha sido su respuesta.

—No…

—Si no lo haces, ya sabes cuál es el castigo que te espera—me cortó de nuevo. Tragué saliva.

Me soltó la cara con algo similar al desprecio. Yo bajé la barbilla, haciendo que algunos mechones rebeldes de pelo resbalaran tras mi orejas. Ahogué un sollozo tras mis labios, esforzándome por lo echarme a llorar. Miré a Nero de reojo, quien gimoteaba agazapado en su jaula, viendo la escena. Quise buscar algún tipo de apoyo en su mirada, pero él solo negó con la cabeza y apartó la vista tras la máscara.

—Te voy a castigar por romper el protocolo—. Enunció el hombre tatuado, poniéndose en pie. Algo dentro de mi se revolvió, viendo injusto que, además, me quisiera castigar por una reacción que había provocado él mismo. Pero mi conciencia sumisa supo que tenía que hacerlo, lo decían las mismas reglas que yo había roto al gritarle y desobedecer su orden—. Levanta.

Me puse en pie sintiendo que mis rodillas eran flanes. Estaba temblando, atemorizado, furioso, frustrado. Pero, sobre todo, aturdido por la creciente confusión que Dragan había logrado implantar en mi mente. Me quedé allí, estático, en silencio, tenso como un palo. “¿Qué irá a hacerme ahora?”, me pregunté con ansiedad. “¿Va a volverme a azotar con el látigo?”. Toda la piel de mi espalda se erizó solo de recordar la lacerante caricia del látigo mordiendo mi piel a toda velocidad.

Mi dómine se movió por la habitación, dirigiéndose hacia el baño que había dentro de la misma. Le escuché abrir armarios, buscando algo. Yo miré de soslayo a Nero, quien gimoteaba aferrándose a los barrotes, pasando el hocico entre ellos, tratando de llamar mi atención de algún modo. Pero no me moví del sitio. Estaba demasiado asustado.

Regresó portando un tarro de cristal en la mano, lleno de lo que parecían ser sales de baño. Se dirigió a un rincón de la habitación, y sin mucha ceremonia, abrió el bote y derramó varios puñados directamente sobre el suelo. Parpadeé, algo confuso.

—Ven aquí—. Me ordenó con sequedad. Acudí de inmediato hasta su lado. Dragan cogió entonces una de las muchas cadenas que colgaban de la pared, sujeta a una argolla. Ató ésta a mi collar con un espetón metálico—. Arrodíllate, ahí—. Señaló el montón de sales de baño esparcido por el suelo. Enormes trocitos de colores de aspecto afilado y quebradizo que no invitaban, en absoluto, a ponerse de rodillas sobre ellos. Pero mi dómine me había dado una orden. Y yo iba a obedecerla. Conteniendo la respiración, me puse en cuclillas, haciendo tintinear la cadena contra la pared. Apoyé las rodillas con todo el cuidado que pude, pero eso no evitó que múltiples punzadas suaves se clavaran en mi piel con saña cuando mi peso descansó sobre las articulaciones.

—¡Nngh!—. Reprimí el quejido en mi garganta, por miedo a que mi dómine decidiera volver a usar la fusta. Inspiré hondo, varias veces, mientras terminaba de colocarme, recuperando de nuevo la posición, irguiendo la espalda y colocando las manos bocarriba sobre los muslos.

—Bien. Quiero que te quedes ahí mientras disciplino al perro—. Su voz volvió a sonar con desprecio, clavándose en mi con más acidez que los cristales de sal en mis rodillas—. Si te mueves o te levantas sin decir la palabra de seguridad… ¿Qué pasará, Soren?

—Que me azotará con el látigo, dómine—respondí. Sentí mi voz congestionada por culpa de los quejidos que reprimía en mi garganta.

—Eso es.

Se alejó de mi lado para dirigirse a la jaula, sacando a Nero de su interior y quitándole la cadena del collar. Apagó las luces de la sala, dejando tan solo los neones rojos, dándole a la estancia ese aire oscuro y sensual tan peculiar. Encendió música metalera de fondo. Y empezó a hablarle a Nero, regañándolo por algo relacionado con mearse en la alfombra de Lyss (algo que nunca supe si en realidad pasó o si solo era parte del rol). Mientras tanto, yo comencé a entender cómo funcionaba realmente aquella tortura que me habían impuesto. Todas y cada una de las fibras de mi ser comenzaron a revelarse, instándome a gritos que me moviera, me levantara, o apoyara las rodillas de otra manera para que mis rodillas dejaran de sufrir. Pero no lo hice. Intenté prestar atención a lo que mi dómine iba a hacer con Nero para distraer mi mente del dolor. Sin embargo, ver cómo Dragan castigaba a mi compañero de fatigas atándolo a la cruz y azotándole con la fusta a la altura de las nalgas no ayudó a que yo pudiera concentrarme en otra cosa. De hecho, por más que intentará enfocarme en cualquier otra cosa, al final mi mente acababa regresando al hecho inevitable de que me estaba doliendo mucho, muchísimo, estar así. O a la imagen ya imborrable que las dudas habían empezado a dibujar en mi cabeza: la de Leon saliendo por la puerta del In Chains, su espalda alejándose hacia la luz cegadora del exterior mientras yo me quedaba atrás, atado y machacado por el látigo de Dragan.

Comencé a hiperventilar, a jadear con la boca entreabierta. Mi espalda se fue encorvando lentamente a medida que mis hombros se echaban inevitablemente hacia delante. El dolor me estaba encogiendo poco a poco, insistente, continuo, lentamente creciente a medida que mi piel sensible reaccionaba contra aquella tortura, a medida que mis nervios me castigaban. Ni siquiera el sonido de los salvajes golpes que Dragan hacía al corta el aire con la fusta ni los agudos aullidos agónicos de Nero lograron distraer mi mente lo suficiente. Cerré los ojos en algún punto, intentando concentrarme a toda costa en soportar el dolor, en resoplar para no moverme. No quería decir la palabra de seguridad, aun no. Quería demostrar que era capaz de aguantarlo, de soportarlo…

—¿Cómo vas, Soren?—me preguntó de pronto la voz de mi dómine. Ni siquiera me había dado cuenta de que se había acercado a mi. Intenté erguirme del todo, pero no lo conseguí.

—Me… Duele, dómine…—abrí los ojos, vidriosos por las lágrimas que pugnaban por salir.

—¿Quieres moverte?

—Sí… Por favor, dómine—supliqué, sin esperar a que me lo pidiera.

—Bien. Ponte a cuatro patas, vamos—. Obedecí sin hacerme de rogar. Me incliné hacia delante y apoyé las manos en el suelo, estirando los brazos. La coleta de pelo negro cayó por mi hombro izquierdo. Antes de despegar las rodillas de la sal, Dragan me presionó la parte baja de la espalda hacia abajo para que no me moviera del sitio—. Ahí, aguanta un poco más. Ya falta poco.

Y, de pronto, Dragan se sentó sobre mi espalda horizontal. Sentí como mi columna se hundía bajo su peso y cómo mis hombros y mis caderas se cargaban. Pero, sobre todo, pude notar cómo la sal se hundía en mis piernas como si me estuvieran pinchando hasta el mismísimo hueso.

—¡Ah-agh!—. Gimoteé. Se me salieron las lágrimas del dolor—. ¡Argh!

—¡Nero! Ven aquí, chico, vamos—. Mi dómine llamó al otro sumiso, ignorando por completo mis quejidos. Y se puso a jugar a buscar la pelota con él, lanzándola varias veces por la habitación para que Nero la trajera de vuelta. El pobre intentó acercarse a mi un par de veces para empatizar con mi sufrimiento, pero Dragan se lo impidió todas y cada una de ellas. No sé cuánto tiempo estuve así, haciendo de asiento para mi dómine, torturado por la sal, llorando en silencio, sintiendo que mi resistencia llegaba al límite. Probablemente no llegara a los cinco minutos, pero para mi fue una eternidad. Hasta que, por fin, acariciando a Nero en el cuello con ambas manos, él me preguntó—: ¿Qué has aprendido, Soren?

—Que no debo… ¡Ugh! Romper el… protocolo… Dómine…—murmuré, a duras penas, con voz llorosa. Me temblaban los brazos.

—¿Y qué es lo que vas a hacer cuando salgas de aquí?

—¡Aagh! Hablar con… ¡Uf!—. Apreté los dientes cuando, de pronto sentí una suave caricia en mi entrepierna. Agaché la cabeza, viendo cómo la fusta de Dragan estaba acariciando mi miembro suavemente, excitándolo, golpeando esporádicamente la punta del glande con suavidad para provocarme espasmos.

—¿Si? Sigue.

— C-con… Leon… ¡Agh!—. Gemí. ¿De dolor? ¿De placer? No supe diferenciarlos en aquellos momentos—. Debo… p-preguntar… ¡Agh! Oh…—. Hundí la cabeza entre los hombros. Dragan había sustituido la fusta por su mano enfundada en cuero. Rodeó mi excitación con los dedos y comenzó a masturbarla con precisión y sin compasión. Dejé ir un jadeo entrecortado—… Si… se fue de… ¡A-a-agh!… De ver… dad… ¡Aagh! ¡Oogh!—. Apretó aun más los dedos en la punta de mi glande. Casi se me doblaron los codos, de hecho di tal respingo que casi provoqué que ambos nos cayéramos al suelo, pero aguanté.

—Lo que tienes que preguntar no es si se fue, sino por qué se fue—me rectificó. Asentí con la cabeza vehemente. Las gotas de sudor de mi frente bajaron por mi nariz hasta caer al suelo.

—¡Hahh! ¡Oh! ¡Sí!—. Mi voz era un lamento. Un lamento que suplicaba terminar con el dolor y al mismo tiempo deseaba que no terminara el placer que aquella mano cruel me estaba haciendo sentir—. ¡Sí! ¡Sí, dómine! ¡Aaaagh!—. Lloré. Gemí. Grité. Me estremecí bajo él, tratando a toda costa de mantener la postura. Me estaba empezando a volver loco, a medida que el placer de esa mano opacaba el dolor de mi castigo.

—Muy bien—. Dragan se levantó por fin de mi espalda—. Ya puedes moverte Soren, bien hecho.

Me dejé caer hacia delante y viré mi cuerpo para hacerlo rodar sobre el suelo frío, agradeciendo ese contacto hasta terminar de espaldas sobre la losa negra. Jadeaba, incapaz de mantener demasiado tiempo el aire en los pulmones. El alivio que sentí cuando por fin liberé mis rodillas del cruel mordisco de la sal se juntó con el placer despertado por mi entrepierna endurecida. Emití un gemido prolongado de gusto, estirando por fin las piernas para alivio de mis pobres articulaciones agarrotadas.

—Nero, se un buen perro y lame a Soren hasta que se corra—. Ordenó mi dómine entonces al perro, rascándole la nuca con afecto—. Si logras hacerle gritar, te daré una galleta—. Nero ladró, emocionado, y se aproximó a mi moviendo su cola de goma con alegría, exhibiendo con orgullo su trasero enrojecido por su propio castigo.

—¿Estás bien?—me susurró al oído, fingiendo que me olfateaba junto a la oreja. Asentí imperceptiblemente. Él me dio un beso fugaz en la frente en forma de lametón cariñoso.

Se movió junto a mi, gateando hasta colocarse entre mis piernas. Comenzó entonces a dar gentiles lametones en mis rodillas magulladas, enrojecidas y marcadas por el castigo, aliviando así mi dolor y quitando cualquier esto que pudiera quedar de las sales incrustadas en mi piel. Emití un suspiro aliviado. Nero entonces ladró un par de veces y golpeó mis pies engrilletados con la punta del hocico de neopreno. Con un esfuerzo soberano, abrí mis muslos, separando mis rodillas. Coloqué las manos bajo los muslos, ofreciéndome por completo. Y casi al instante, sentí la ávida lengua de Nero sobre mi entrepierna, húmeda y caliente—. ¡A-AGH!—. Arqueé la espalda, separándola del suelo unos centímetros, viendo de reojo cómo mi miembro desaparecía bajo la máscara perruna, entrando en la boca de Nero, que me recibió con su lengua entrenada emitiendo un gemido placentero en su garganta. Comenzó a mover el cuello arriba y abajo, envolviéndome por completo hasta que la punta de mi excitación rozó su garganta. Sentí cómo sus dedos comenzaban a acariciarme entre las nalgas.

—Nero. No hagas trampa, solo puedes usar la lengua—le recordó Dragan. Casi se me había olvidado que él seguía allí, sentado en el trono gótico con una pierna cruzada sobre la otra, haciendo girar la fusta distraídamente en su mano mientras observaba la escena con su sonrisa torciendo la calavera tatuada en su cara. El brillo en su mirada al verme retorciéndome de placer bajo las atenciones de Nero no logró sino excitarme más. Gemir más fuerte. Nero entonces se levantó parcialmente la parte de la máscara que era el hocico, liberando más su boca para hundir su rostro entre mis nalgas expuestas, usando sus labios y su lengua para lamerme profundamente.

—¡OHH! ¡OH, SÍ…! ¡A-AGH!—grité, sin ninguna intención de reprimirme. Nero viajó una y otra vez de mi miembro a mi entrada, ida y vuelta, centrándose finalmente en mi palpitante excitación, húmeda por su saliva y por el orgasmo inminente.

—Buen perro, Nero—le felicitó Dragan, poniéndose en pie para llegar hasta nuestra altura—. Abre la boca, Soren—. Obedecí, jadeante, gimiendo sin parar. Mi dómine me metió la punta de la fusta en la boca—. Lámela, vamos. No pares—. Lo hice. Saqué la lengua, saboreé el cuero, lo chupé, succionándolo con mis labios, interrumpido intermitente por mis interminables gemidos. Nero se estaba afanando a fondo para hacerme disfrutar, y eso no me ayudaba en absoluto a concentrarme—. Muérdela cuando te corras.

El orgasmo llegó, intenso—: ¡AAH-AAAGH!—. Hundí mis dedos en la carne de mis muslos, los dientes en el cuero de la fusta, mi entrepierna en la hambrienta boca de Nero; quien tragó con habilidad, sin dejar caer ni una sola gota fuera de su boca. Y, acto seguido, me dejé caer sobre el suelo, estirando las piernas y dejando las manos muertas a ambos lados de mi cuerpo sudoroso y resollante.

En el limbo de mi mente tras el orgasmo, fui vagamente consciente de que mi dómine se acuclillaba de nuevo a mi lado. Se quitó un guante para pasar su mano tatuada y suave sobre mi. Me percaté, con sumo placer en aquel momento, de que Dragan tenía las manos increíblemente suaves y mucho más delicadas de lo que pensaba—. Muy bien, los dos—. Nos felicitó a ambos. Nero se acercó a él para darle besos en la cara con la lengua. Pero Dragan lo apartó con suavidad para centrarse en mi—. ¿Te puedes poner en pie?

—Eso… Hah… Creo… Dómine—musité. Dragan me ayudó a levantarme, pasándose uno de mis brazos por sus hombros desnudos. La piel de su espalda se me antojó fría comparada con la mía, e igual de suave que sus manos. Me desenganchó la cadena del collar y me ayudó a andar. Sentí que las piernas apenas me respondían.

Me dejó sentarme en la cama de sábanas negras. Me empujó suavemente para que me tumbara. Y acto seguido descolgó de las argollas que había en la pared, sobre el cabecero, una fina cadena plateada y muy larga que enganchó de nuevo a la argolla de mi collar. Se alejó para volver al baño, seguido de cerca por Nero, que lo observaba con curiosidad. Yo no me moví, solo cerré los ojos, agotado. aun sentía cómo me hormigueaban dolorosamente las rodillas, cansadas tras todo el rato que habían pasado sobre la sal. “Pero lo he conseguido”, me dije. Y aquel pensamiento también logró hacerme sentir un intenso orgullo.

Casi a punto de quedarme dormido, sentí de nuevo el cálido y suave tacto de aquellas manos tatuadas, esparciendo una especie de loción cremosa y fresca sobre mis rodillas. Dragan se sentó a mi lado, en el borde de la cama, masajeando suavemente mis articulaciones con la mano, relajando el dolor, mitigándolo con suaves caricias y movimientos, logrando que mi circulación se restaurase y los músculos se relajaran. Mi respiración también se normalizó, así como mi respiración y el caos en el que se habían visto sumergidos mis pensamientos.

—Lo has hecho muy bien, Soren—me felicitó con una orgullosa sonrisa al terminar. Sonrisa a la que respondí con otra sin pensar. Dragan entonces se inclinó sobre mi…

… y depositó un tierno beso en mis labios. Un beso suave, casi fugaz, pero que logró hacerme contener el aliento. Le miré con evidente confusión. Murmuré algo, pero él colocó uno de sus dedos sobre mis labios, haciéndome callar. Percibí de inmediato el olor a la loción.

—aun no he terminado con Nero. Descansa mientras tanto—ordenó con voz suave. Volví a encontrar dos ojos verdes y cálidos en el fondo de las cuencas de aquella calavera hecha en piel y tinta. Mi dómine me acarició la mejilla con los nudillos, echó sobre mi la sábana oscura para que no me quedara frío con el sudor que aun empapaba mi cuerpo, y volvió a ponerse a jugar con Nero.

Me hice un ovillo en la cama. Eché de menos el cálido y enorme cuerpo de Leon junto a mi, abrazándome con sus musculosos brazos para pegar mi espalda a su pecho después de una larga y agotadora sesión de sexo.

Pero, en medio de esa visión de añoranza, volvió a imponerse la imagen reciente de los labios de Dragan besándome. Me llevé los dedos a los labios aun húmedos por su roce, sintiendo que mis mejillas se sonrosaban ligeramente ante el recuerdo de la sensación.